Si la campaña electoral de Obama se basó en la "esperanza", en cierto modo esta era la esperanza de un diálogo más matizado.
Estados Unidos
La Casa Blanca ofreció disculpas a Shirley Sherrod por su despido provocado por unas declaraciones editadas que la hacían ver como racista.
La Casa Blanca ofreció disculpas a Shirley Sherrod por su despido provocado por unas declaraciones editadas que la hacían ver como racista.
Si Tom Wolfe se hubiera propuesto escribir Bonfire of the Vanities, en el Washington moderno, una farsa sobre el choque de vidas y razas, lo mejor que podría hacer sería inventar la improbable historia de Shirley Sherrod.
Burócrata afroamericana en la oficina del departamento de Agricultura en Georgia, Sherrod se convirtió en una celebridad debido a un discurso que pronunciara en marzo ante la convención de la Asociación Nacional para el Progreso de la Gente de Color (NAACP), acerca de la evolución de su actitud hacia las cuestiones de raza.
Un bloguero conservador hizo circular triunfalmente un corto de video editado, en el que Sherrod parecía decir que se había negado a ayudar a un campesino blanco que requería ayuda. (No fue así, como después confirmó el mismo campesino.) A partir de ahí, Sherrod fue rechazada por una nerviosa NAACP, explotada por los comentaristas de derecha, despedida y después recontratada de su empleo, para finalmente recibir una llamada conciliatoria del presidente de Estados Unidos.
En muchos sentidos, el viacrucis de Sherrod siguió una trayectoria deprimente conocida en la vida estadounidense, en la que cualquiera que se atreve a hablar de raza se arriesga a causar la indignación popular y a ser humillado en público.
Podríamos haber esperado que la elección de un presidente negro de alguna manera haría que el tema fuera menos delicado y explosivo, así como la llegada de John F. Kennedy a la presidencia pareció desvanecer las últimas tensiones que quedaban entre los católicos estadounidenses y el establecimiento protestante del país.
Pero como dejaron en claro los eventos de la semana pasada, la mera presencia del presidente Barack Obama no va a librarnos de un diálogo racial caracterizado por conflagraciones en los medios. E incluso podría complicar la conversación.
Si la campaña electoral de Obama se basó en la "esperanza", en cierto modo esta era la esperanza de un diálogo más matizado.
Un momento revelador ocurrió en 2007, cuando el entonces senador Joe Biden, al resumir el atractivo de Obama como afroamericano, condescendientemente dijo que él era "limpio" y "lúcido". Ese es el tipo de comentarios que, en cualquiera otra ocasión, con otro político negro, hubiera podido causar la caída de Biden.
Pero, en cambio, Obama se desentendió de ese asunto, asegurando que no era necesaria ninguna disculpa. Y al año siguiente, eligió a Biden como compañero de fórmula electoral.
De este modo, parecía que Obama estaba echando las bases de un nuevo modelo en las discusiones negro-blanco, en las que un personaje público podría emplear términos fuera de los límites definidos de aceptabilidad y esperar ser juzgado en ese mismo contexto amplio.
En otras palabras, la promesa de la candidatura de Obama no era la de una sociedad post-racial, en la que nadie iba a notar el color de la piel. No, era la de una sociedad en la que se podría hablar de raza, sin importar el color de cada quien, sin ser llamado racista automáticamente.
Empero, se han desvanecido las esperanzas de que la elección de Obama pudiera borrar como por arte de magia las tensiones de los últimos años, mientras la NAACP y el movimiento de la Fiesta del Té intercambian acusaciones respecto de la raza.
Los políticos negros han descubierto que todavía no pueden plantear cuestiones legítimas sobre la raza y el racismo sin ser acusados de "estar jugando la carta de la raza".
Y un elemento importante del movimiento de la Fiesta del Té, que simplemente está irritado por el gasto del gobierno, encuentra que buena parte de la mentalidad popular sigue vinculada con los elementos más extremistas de antes de la guerra de secesión
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