Opinión: Carlos de Buen
EL LÍDER EQUIVOCADO
27/11/08
Mis primeras imágenes de Porfirio Díaz fueron las del dictador sanguinario, y las de Madero, las del héroe que lo derrotó
Años más tarde, oía a aquella abuelita referirse con nostalgia a “los tiempos de Don Porfirio”, como una era de prosperidad y seguridad, en la que la “gente decente” podía andar sin miedo por las calles.
Pasaron las décadas y la figura de Díaz se fue reivindicando en torno a las ideas del orden y el progreso, que tanta falta han hecho. Lástima que la memoria de sus rescatistas sea tan selectiva, como para olvidar las terribles condiciones en que vivía la inmensa mayoría de los mexicanos, la pavorosa desigualdad económica y la falta de libertades.
La imagen heroica de Madero no pasó del primer año de preparatoria, cuando estudié la historia nacional con un excelente profesor que lo odiaba con razón.
Aprovechándonos de su confianza y de su corta estatura y calva prematura, sus irrespetuosos alumnos lo fastidiábamos con su parecido a Don Francisco. Creo que disfrutaba nuestra irreverencia, como ejercía la suya con la historia oficial.
Paradójicamente, la lucha ideológica que en contra del General Díaz sostuvieron a lo largo de una década personajes brillantes y valientes como Ricardo y Jesús Flores Magón, Antonio Díaz Soto y Gama, Camilo Arriaga, Juan Sarabia, Librado Rivera, Daniel Cabrera y Filomeno Mata, acabó impulsando a la Presidencia a un burgués conservador: Francisco I. Madero, quien obtuvo el apoyo de jefes guerrilleros como Francisco Villa y Pascual Orozco, cuya altura de miras no iban mucho más allá de sus intereses personales y de los de sus gavillas.
Ricardo Flores Magón concentraba su lucha en su periódico Regeneración y en el Partido Liberal Mexicano. El primero de julio de 1906 dio a conocer el programa del Partido, que incluía propuestas de profundo contenido social relacionadas con la educación, la instrucción cívica, el trabajo, la tierra, la protección a los indios, los impuestos, el juicio de amparo y la carestía de los artículos de primera necesidad. Pretendía concluir la obra de Juárez, considerando a los templos como negocios mercantiles que debían pagar impuestos.
El Plan de San Luis maderista de octubre de 1910, de contenido estrictamente político, era insignificante ante el Programa del Partido Liberal, pero fue el detonador del movimiento armado. Los ideales de justicia y libertad que invocaba en el preámbulo, no alcanzaban para las grandes masas que habían de contentarse con sacar a Díaz del Palacio Nacional. Bien decía Flores Magón que los pobres necesitaban una revolución social y no una revolución política.
La Revolución no se dejaría abanderar por un documento tan pobre como el Plan de San Luis y dio paso a otros como el Plan de Ayala de Zapata o el Pacto de la Empacadora de Orozco, que le adicionaban reivindicaciones sociales absolutamente necesarias. Madero, un rico hacendado, explotador de sus peones, no estaba legitimado para dirigir un movimiento social.
Algo parecido ocurrió con Venustiano Carranza y su Plan de Guadalupe de marzo de 1913, que tampoco se ocupó de la cuestión social. Para cubrir las apariencias, pronunciaría luego un discurso en el que anunció que, luego de la victoria, los campesinos y obreros dictarían sus propias leyes. En una arenga bastante idiota, convocó a todas las clases sociales diciendo que seguiría luego la lucha de clases, la igualdad y la desaparición de los poderosos.
Como lo había hecho Zapata con Madero, el Pacto de Torreón de Villa de julio de 1914 quiso enmendar el Plan de Guadalupe, agregando demandas sociales demasiado etéreas. Tampoco daba para más el Centauro del Norte.
Vendrían luego otras promesas oportunistas de Carranza para expedir leyes agrarias, laborales y fiscales, y de hecho promulgó la ley agraria del 6 de enero de 1915, declarando nulas las enajenaciones de tierras, aguas y montes, con las que se había despojado a los pueblos y comunidades.
El 18 de abril de 1916, la Soberana Convención Revolucionaria zapatista presentó su Programa de Reformas Político Sociales de la Revolución, que atendía los problemas sociales y políticos con propuestas tradicionales y otras más que se nos antojan novedosas, como realizar obras de irrigación y comunicaciones, y crear escuelas de agricultura y estaciones de experimentación; dictar leyes sobre accidentes del trabajo y pensiones de retiro; proteger a los hijos naturales y favorecer la emancipación de la mujer; priorizar la enseñanza de las artes manuales y las aplicaciones industriales de la ciencia, sobre las profesiones liberales; adoptar el parlamentarismo, y suprimir la Vicepresidencia y el Senado, esa “institución aristocrática y conservadora por excelencia”.
En tanto que la debilidad de las fuerzas zapatistas contrastaba con la madurez de su ideología, Carranza daba muestras de su pequeñez intelectual y de su cobardía, al emitir, en agosto del mismo año, el decreto que estableció la pena de muerte para quienes incitaran o apoyaran la suspensión del trabajo en los servicios públicos, mismo que aplicó retroactivamente a los electricistas y tranviarios que estallaron la huelga del 22 de mayo. Por fortuna, no se llegó a aplicar.
No eran utópicos los derechos sociales consignados hace un siglo en los programas del Partido Liberal Mexicano y de la Soberana Convención Revolucionaria. Sus propuestas, sin embargo, siguen siendo anhelos incumplidos.
Sobran los homenajes a Madero, a Carranza y a otros más que, como ellos, no se preocuparon realmente por el pueblo, sino por los intereses que representaban. El 20 de noviembre no conmemoramos otra cosa que el inicio de un movimiento que tenía un objetivo estrictamente político, no muy diferente al que 90 años más tarde encabezaría otra triste figura, que igualmente lo traicionaría. Parece que estamos condenados a seguir al líder equivocado.
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viernes, diciembre 05, 2008
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