viernes, octubre 24, 2008

LA CRISIS Y EL TRABAJO INDECENTE.



Opinión: Carlos de Buen
23/10/08

A largo plazo, las grandes crisis económicas se miden y se recuerdan, sobre todo, por sus efectos sociales, más allá de las quiebras, salvamentos y devaluaciones
La imagen más representativa de la Gran Depresión no son las gráficas de la bolsa de valores ni los índices del Producto Interno Bruto (PIB), sino las largas filas de desempleados, a veces para conseguir trabajo, a veces sólo para obtener un plato de sopa y un lugar en el albergue.

Lo peor que nos puede pasar en una crisis es quedarnos sin trabajo; es lo peor para el desempleado y su familia, pero también para el país y hasta para la “aldea global”. Quien no trabaja, no puede dejar de consumir, aunque deje de aportar, es un paria de la sociedad y del mercado. De ahí a la delincuencia el paso es pequeño, pero los costos son enormes.

El trabajo formal es el bien social más preciado, genera estabilidad y confianza en la persona y en la familia, es la mejor política contra la inseguridad e integra a la persona en el mercado, impulsando la economía y el crecimiento económico. La mejor defensa ante la crisis es el empleo y por ello hay que dar la bienvenida al tardío programa de obra pública del Gobierno Federal.

Es cierto que una macroeconomía sana con inflación baja, equilibrio en las finanzas públicas y en la balanza de pagos, una moneda estable, leyes sólidas e instituciones financieras saludables, son factores que ayudan a reducir los efectos de las crisis. A diferencia de otros tiempos, México presume hoy una salud envidiable en estos rubros.

Sin embargo, no ocurre lo mismo en el campo del trabajo en el que EU y la informalidad han subsidiado el déficit del empleo formal. De hecho, la posibilidad de un retorno masivo de paisanos, que debiera regocijarnos, nos pone a temblar.
Distintos factores pueden impulsar el empleo. El más importante, sin duda, es el crecimiento económico, aunque éste, a su vez, es el resultado de otras variables como la inversión, la tecnología y la productividad. Todas confluyen de nuevo en el trabajo que es, a fin de cuentas, lo que produce los bienes y servicios que constituyen el PIB.

Pero no cualquier trabajo sirve ni todos sirven igual. Hay muchos cuyo valor es igual o casi igual a cero. Son los limosneros, limpiavidrios, payasitos, equilibristas, mimos y uno que otro traga-fuegos que aún quedan por ahí. Su actividad tiene algunos efectos redistributivos mínimos, pero no crea riqueza.
Pasamos de ahí a la economía de autoconsumo –todavía común en el campo–, que nunca lo es en un ciento por ciento, pues siempre debe sobrar algo para intercambiarlo en el mercado. En todo caso, su aportación es insignificante.

Ubicamos en el siguiente estrato al “changarro”, modelo de la modernidad foxista que apenas rebasa la línea de supervivencia, no más allá de los sueños de La Lechera de Samaniego, aquel poema con el que muchos tomamos nuestra primera lección de economía y que algunos como Don Vicente, no lograron superar y terminaron viendo los tepalcates en el suelo, mezclados con la leche…, y sus sueños se convirtieron en nuestras pesadillas.

No es sino hasta el siguiente estadio en donde podemos encontrar un modesto abono a la macroeconomía, ese taller feudal que ha podido resistir tras siglo y medio de la revolución industrial: el del alfarero, del sastre, del zapatero y del plomero; verdaderas piezas museográficas de indudable valor cultural, pero poco significativas para la economía nacional.

Vale decir que es a los ocupantes de los estratos anteriores a quienes van dirigidos los programas sociales, que lejos de combatir a la pobreza, la perpetúan, al facilitar la reproducción de las condiciones que la generan, abriendo válvulas de escape a la presión social. En realidad, son programas meramente asistenciales, no de desarrollo.

Quizás valga hablar ya de empresas en el siguiente escalón, en el que encontramos organizaciones más o menos estructuradas, que tienen un peso significativo en el mercado, aunque se deba mucho más a su número que a su productividad. Son pequeños negocios, de escaso capital, en los que las relaciones laborales se advierten claramente, aunque difícilmente alcanzan a cumplir las condiciones mínimas que las leyes pretenden imponer. Jornadas excesivas sin pago de tiempo extraordinario, salarios insuficientes, nula seguridad social y malas condiciones de seguridad e higiene, son características que suelen acompañar a estos trabajos.

Un peldaño más arriba, encontramos empresas pequeñas, medianas y grandes, que cumplen los mínimos legales y hasta algo más, pero que están muy lejos de generar trabajos dignos, salvo para una pequeña élite de empleados de confianza, esos esquizofrénicos laborales que deben representar los intereses patronales, pero que están muy lejos de poder compartir sus privilegios.

Este parece ser el modelo del Presidente Calderón para impulsar el empleo, al menos en lo que propone su Secretario del Trabajo como ejes de la reforma laboral, insertos en el paradigma neoliberal, cuyos postulados fundamentales hemos visto desbaratarse en estos días, como vimos antes caer el Muro de Berlín.

Queda finalmente el último escalón, el más pequeño, en donde pocas empresas, aunque de todos los tamaños, crean empleos con condiciones suficientemente buenas para merecer el calificativo de “trabajos decentes” por parte de la Organización Internacional del Trabajo (OIT). Es éste el único modelo viable a largo plazo, el del estado de bienestar, ese gran invento del capitalismo que permitió superar los efectos de la Gran Depresión y que debemos retomar y adaptar a las condiciones actuales, para recuperar la seguridad social universal y solidaria y generar trabajos decentes.

Por cierto, a los laboralistas les parece de mal gusto la expresión de la OIT, pues no creen que se deba tachar de “indecente” a un trabajo, por no alcanzar los estándares mínimos de la OIT. Tienen razón, ese trabajo no es indecente; lo son quienes lo promueven.

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