martes, marzo 15, 2011

C O N F I D E N C I A L


La derrota electoral del 2011

Andrés Pérez Baltodano | 15/3/2011

Gane quien gane las elecciones del 2011, Nicaragua está condenada a sufrir una nueva derrota. Nicaragua perderá las próximas elecciones, porque los comicios de noviembre no lograrán superar el principal obstáculo que enfrenta la democracia en nuestro país. Hablo de la ausencia de un consenso social que integre con justicia las necesidades y aspiraciones de los diferentes sectores de nuestra sociedad; un consenso que tenga como eje central la urgente solución del problema de la pobreza y la marginalidad; un consenso nacional que establezca un balance adecuado entre los polos de la justicia social y la libertad; un consenso que nos haga soñar un sueño colectivo; un consenso que no sea otra letanía más de mentiras, falsas promesas y nombres comunes, como las que nos tratan de vender los políticos en sus llamados “planes de gobierno”; un consenso en el que se haga verdad la necesidad de sentir como propia, el hambre y la miseria del prójimo que hipócritamente decimos amar cuando rezamos; un consenso que sea de nuevo capaz de inspirarnos y de inspirar a nuestros poetas y cantores; un consenso que nos ayude a vernos reflejados como un todo frente al espejo de la historia.

Sin un consenso social que sirva de marco normativo a la lucha política y que ofrezca soluciones a los principales problemas de la sociedad, apunta el politólogo Robert Dahl, los procesos electorales pueden tener un efecto negativo, ya que tienden a facilitar el fraccionamiento social, o simplemente, a legalizar divisiones existentes. La historia de la llamada transición democrática en nuestro país valida la aserción de Dahl: cada resultado electoral ha sido usado por los ganadores como una licencia para ignorar la Nicaragua del “otro” y la “otra”. El resultado de este patrón de conducta ha sido la fragmentación que vive hoy la sociedad nicaragüense.

Las elecciones de noviembre próximo no sólo no serán capaces de cerrar el déficit consensual que sufrimos y que nos impide resolver los problemas estructurales que nos han convertido en una de las sociedades más atrasadas del continente. Ellas podrían intensificar las divisiones políticas y sociales que ha sufrido Nicaragua en las últimas cuatro décadas. Tanto el partido gobernante como sus adversarios parecen empeñados en lograr esta miserable “hazaña”.

El poder político de Daniel Ortega –todos lo sabemos– se nutre de su capacidad para mantener a la sociedad nicaragüense dividida en pedazos que él sabe manipular para su beneficio. Ortega empujó a los pobres a luchar contra la “burguesía” hasta que él se hizo “burgués”. Entonces empezó su cruzada contra la “oligarquía”, un concepto adulterado por el sociólogo Orlando Núñez, para abarcar a cualquiera que no esté dispuesto a sufrir la indignidad que significa vivir a merced de los caprichos de la familia presidencial.

La mediocre oposición nicaragüense –y no hablo de los impresentables pactistas del PLC– ha sido incapaz de articular una visión de país y un discurso político capaz de neutralizar y romper con las divisiones sociales que promueve y construye el discurso del FSLN en el poder. Atrapados en el chiquitismo de sus ambiciones personales y en el egoísta ensimismamiento social en el que operan, han sido incapaces de intuir los sentimientos de los nicaragüenses que apoyan a Ortega y, mucho menos, de ofrecerles una alternativa que muestre que la justicia social que reclaman, es un derecho ciudadano que no tiene que depender de su obediencia política, o de su disposición a tolerar la corrupción de sus gobernantes.

Opositores como Fabio Gadea Mantilla y Edmundo Jarquín han llegado a caer en la irresponsabilidad y la torpeza de proponer la polarización de la sociedad nicaragüense como la estrategia de la Unión Nacional de la Esperanza (UNE) para alcanzar el poder. Irresponsabilidad, porque la polarización política es, casi siempre, la antesala de la violencia. Torpeza, porque en un escenario de polarización y violencia, las corbatas y las blackberry de los Mundo y los Montealegre de nuestro desgraciado país, no podrán competir con los morterazos y las pedradas de Daniel Ortega.

Ni Daniel Ortega ni la oposición “esperanzada”, entonces, lucen interesados en aprovechar este año electoral para promover la necesaria construcción de un consenso social basado en un sentido colectivo del bien común que intente integrar a sandinistas y no-sandinistas en nuestro país. Nadie podría esperar otra cosa de Daniel Ortega. Lo que sorprende es que la UNE se haya “danielizado” tan rápidamente y proponga la polarización de Nicaragua para, supuestamente, defender la democracia.

“Se trata”, dice Edmundo Jarquín, “de estar con Ortega, o estar contra Ortega”, como si lo que vamos a enfrentar en noviembre es una pelea de boxeo u otro de nuestros interminables concursos de belleza. “A un lado la corrupción, el autoritarismo, el continuismo”, sigue diciendo, “al otro lado la honestidad, la democracia, el cambio”. ¡Qué bonito que suena! Pero los que votan por el FSLN no son pendejos: la honestidad puede ser la honestidad neoliberal que no es honestidad. La democracia puede ser una licencia para ignorar a los desgraciados. Y el cambio puede ser cualquier cosa que sirva para que los de arriba sigan dándole la espalda a los que comen mierda.

El problema de la legitimidad

La UNE parece ignorar que sin un consenso social, los procesos electorales son frágiles procesos legales cuyos resultados no gozan de legitimidad. Para gozar de legitimidad, los resultados electorales deben ser aceptados como válidos y justos, tanto por los ganadores como por los perdedores. Y nadie que resulte perdedor en unas elecciones puede aceptar la justicia y la validez de un resultado electoral, si la visión de sociedad de los ganadores –expresada no simplemente en un folleto de propaganda sino en un ejemplo de vida– no toma en cuenta sus aspiraciones y necesidades vitales. Así pues, no hace sentido la propuesta de la UNE cuando dice: “Estamos buscando la polarización electoral pero con la perspectiva de hacer un gobierno nacional”.

El peligro que implica la democracia electoral sin consenso social ha sido señalado por Hebert Adam, quien argumenta que la legalidad sin legitimidad puede usarse como un mecanismo para imponer un orden social no democrático. De acuerdo a Adam, la manipulación de la legalidad hace posible gobernar ilegítimamente con la ayuda de la ley. Los abusos legales del gobierno de Daniel Ortega constituyen un catálogo de ejemplos que validan el argumento de Adam.

La manipulación de la ley a la que invita la ilegitimidad, sin embargo, es un problema estructural que trasciende la gansteril actuación política de Ortega. En Nicaragua, la manipulación de la legalidad que hace posible gobernar ilegítimamente con la ayuda de la ley, se ha institucionalizado en la práctica rutinizada del pactismo.

La ausencia de un consenso social que sirva para legitimar nuestros procesos electorales, obliga a los ganadores de cualquier elección a “pactar” y a manipular la ley para estabilizarse en el poder. Los gobiernos de la llamada transición democrática, por ejemplo, se vieron obligados a pactar en formas más o menos abiertas con el FSLN, porque el sector de la sociedad nicaragüense que integra este partido, nunca se vio –por buenas razones– representado en los planes y las visiones de los partidos no sandinistas que llegaron al poder. Así pues, tampoco sentían la obligación o la necesidad de aceptar las derrotas electorales que sufrieron antes del 2006. De más está decir que Daniel Ortega supo manejar estos sentimientos para “gobernar desde abajo”.

El mismo FSLN, después de ganar las elecciones del 2006, se vio obligado a mantener su pacto con el PLC porque de la misma forma que los sandinistas no aceptan la legitimidad de los triunfos electorales de sus adversarios, éstos tampoco aceptan el derecho del FSLN a construir un país que los excluya. El pactismo, entonces, se ha convertido en la tecnología política que utilizan nuestros gobiernos para resolver el problema de su ilegitimidad.

Pactar no es consensuar

Un consenso social es la expresión de un balance de intereses que tiene como propósito crear aspiraciones colectivas. Su articulación implica el desarrollo de una visión nacional y un discurso político integrador que establezcan el marco normativo, la base institucional y las políticas necesarias para crear una comunidad de aspiraciones compartidas.

Un pacto, por el contrario, es un arreglo elitista en el que –como lo diría un sociólogo mexicano cuyo nombre no recuerdo– los líderes de las organizaciones políticas dominantes del país negocian la obediencia de sus seguidores para obtener beneficios particulares que ignoran la idea del bien común de la sociedad.

Ni Ortega ni la llamada “oposición” nicaragüense cuentan con un discurso político y con una visión de país capaz de integrarnos a todos y a todas. Nicaragua, entonces, parece condenada a seguir practicando una democracia electoral sin consenso social. En estas condiciones, no necesitamos ser magos para darnos cuenta de que los resultados de las próximas elecciones carecerán de la legitimidad democrática que se necesita para gobernar. Si gana Ortega, el FSLN revitalizará su pacto con el PLC y sus mini-pactos con grupúsculos como el Partido Conservador o el social cristianismo de Agustín Jarquín; o bien, articulará nuevas versiones de estos mafiosos arreglos.

Y que no quepa duda: Si por un milagro de la Divinísima Providencia ganara Fabio Gadea Mantilla, los “esperanzados” de la UNE tendrá que sentarse con el FSLN para pactar las bases de un acuerdo que les permita “gobernar” o, por lo menos, gozar de la ilusión del poder con el que con frecuencia se conforma la mediocre clase política de nuestro desgraciado país.

Gane quien gane las próximas elecciones, perderá la democracia y perderá Nicaragua. Frente a este triste panorama debemos preguntarnos: ¿Cómo iniciar la construcción de un consenso social que trascienda la visión electoralista de la democracia que se ha implantado en nuestro país?

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