sábado, noviembre 17, 2007

CRISTIANISMO Y DEMOCRACIA.



VIOLETA GRANERA PADILLA
La autora es directora del Movimiento por Nicaragua.
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La democracia requiere de la fe en los derechos de cada persona. Fe secular, la llama Jacques Maritain, para distinguirla de la fe religiosa.

Recientemente reflexioné con pastores evangélicos sobre este tema, agradeciéndoles sus testimonios como fuente de energía para el trabajo en la esfera pública, lo que en Nicaragua, con tantos desafíos y resultados tan desalentadores, a menudo amenaza una de las virtudes cristianas esenciales: la esperanza.

Preparándome, reencontré a Jacques Maritain, filósofo cristiano del siglo XX, a quien admiré varias décadas atrás. Me recordó que el cristianismo no está ligado con la democracia, pero que esta le debe su surgimiento en la historia humana, como una manifestación temporal de inspiración evangélica. Le adeuda a la capacidad de transformación social que posee el cristianismo y a su influencia en Occidente para establecer un sistema de gobierno respetuoso de la naturaleza humana. Y a los postulados cristianos que dieron contenidos al orden político-social democrático: el respeto a la dignidad humana, la libertad, la fraternidad, la misericordia, la justicia, la verdad, etc. Maritain reconoce que la incorporación al sistema de estos valores no siempre, ni con frecuencia, fue hecha por cristianos, sino por pensadores que los secularizaron, transformándolos en propuestas sociales y políticas.

Se deduce, pues, que la democracia requiere un Estado Social de Derecho, cuyo rol fundamental es crear un orden jurídico justo que garantice los derechos inalienables del hombre y la mujer, facilite la convivencia ordenada y asegure protección al más débil frente al poderoso. Y que este Estado tiene un componente ético esencial: la primacía de la persona humana sobre el capital, el mercado y el Estado mismo. Así, la democracia requiere de la fe en los derechos de cada persona para desempeñarse en la vida social. La fe secular, como la llama Maritain, para distinguirla de la fe religiosa. La fe en la capacidad de la persona cívica para ejercer su ciudadanía en la actividad económica, política y social.

Fácilmente podemos coincidir con el filósofo en que “la tragedia de las democracias modernas consiste en que ellas mismas no han logrado aún realizar la democracia”, principalmente porque el orden moral que la sustenta no ha logrado penetrar en las estructuras del Estado ni en la cultura política con la fuerza para obligarnos a todos por igual, gobernantes y ciudadanía.

Quizá una mayor humildad frente al fracaso del socialismo podría ser de ayuda para atender la advertencia que desde hace décadas hizo Maritain: “La cuestión no está en encontrar un nuevo nombre para la democracia, sino en descubrir su verdadera esencia y realizarla. Se trata de pasar de la democracia burguesa, aborrecida por su hipocresía y su falta de savia evangélica, a la democracia integralmente humana; de la democracia fracasada a la democracia real”.

Para establecer este modelo de sociedad, el cristianismo nos plantea, como requisito, la conversión de cada uno de nosotros en lo social, político, económico y en lo espiritual, para ser capaces de innovar y exigir el cambio. Como dijo Juan Pablo II: “El futuro de la democracia depende de una cultura capaz de formar a hombres y mujeres preparados para defender ciertas verdades y valores”, y corre peligro cuando “la política y la ley rompen toda conexión con la ley inscrita en el corazón humano”. Solamente la desacralización de nuestras vidas —ritos que no se expresan en la cotidianidad privada ni pública— puede explicar que siendo en Nicaragua la mayoría cristianos, tengamos a la mitad de la sociedad empobrecida,Cristos dolientes producto del pecado social de la exclusión, la ambición, la indiferencia, la intolerancia y la falta de misericordia con nuestros semejantes.

Me resulta claro el reto que tenemos los cristianos para hablar de una verdadera democracia. Nuestro sistema es aún incipiente y frágil. Incompleto y volátil. Más allá de sus reglas, debemos darle sobre todo el alma, sin la cual “se convierte con facilidad en un totalitarismo visible o encubierto”, como lo advirtiera Juan Pablo II. De nuestro compromiso con la formación de la sociedad, de la superación de nuestras diferencias para establecer alianzas entre los que compartimos estos valores, y de nuestra capacidad para vivir el Evangelio en nuestra vida privada y en nuestra vida pública, dependerá en gran medida la muerte o el robustecimiento del alma y el cuerpo democrático de Nicaragua

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