viernes, febrero 12, 2010

LA HUELGA: ¿UN DERECHO O UN DELITO?


Carlos de Buen

Estimados amigos:

Adjunto mi artículo publicado hoy en El Semanario.

Comparto con ustedes mi terrible desilusión respecto del papel del Poder Judicial mexicano. El día de hoy, un Tribunal Colegiado avaló la decisión de la Junta Federal de Conciliación y Arbitraje para dejar sin trabajo a más de mil obreros de la mina de Cananea que acaban de cumplir dos años y medio de una huelga legítima. En este asunto, el Gobierno Federal ha estado siempre al servicio del patrón, pero hoy se sumó el Poder Judicial, matando así la última esperanza de los trabajadores en esta lucha heroica y no están dispuestos a capitular por una resolución que no se explica sino por la venalidad de los jueces.

Da la impresión que Felipe Calderón quiere celebrar con la sangre de los trabajadores los cien años de la Revolución y los doscientos de la Independencia.

Que triste, que vergüenza…

Carlos de Buen Unna

LA HUELGA: ¿UN DERECHO O UN DELITO?

La huelga ha sido muchas cosas: desde una simple desobediencia hasta un delito y más tarde un derecho, pero siempre un medio de presión para conseguir mejores condiciones de trabajo. Las primeras huelgas, que a falta de un derecho laboral que protegiera a los trabajadores frente a los abusos patronales eran su única defensa posible, se prohibieron y sancionaron severamente. Durante la Revolución Industrial se consideró a la suspensión de labores como un grave atentado a la libertad y al esfuerzo individual del empresario, que eran valores que coincidían con el liberalismo, el individualismo y el contractualismo que legitimaban el ejercicio del poder. Las huelgas obstaculizaban e impedían la generación de la riqueza, tan necesaria para el progreso de las naciones, como para llenar las arcas gubernamentales.

La Revolución Industrial cambió las formas de producción. El trabajo manual fue reemplazado por las máquinas y los pequeños talleres por las grandes fábricas. La vieja cercanía entre el aprendiz y el maestro se volvió una gran distancia entre el obrero industrial y el dueño de la fábrica, y dio paso a la relación capital-trabajo, como hoy la conocemos, en la que el patrón no es más que un patrimonio y el trabajador, fácilmente sustituible, no tiene mayor poder de negociación, salvo el que pueda darle la asociación con sus compañeros. En las grandes fábricas se concentraban muchos trabajadores, cuyas tareas eran cada vez más especializadas y monótonas. La iluminación artificial prolongó aún más las jornadas laborales y la mecanización del campo expulsó a numerosos pastores y agricultores que se convirtieron en obreros urbanos. El desempleo creció y abarató la mano de obra. Los gobiernos reprimieron las coaliciones y las huelgas.

Sin embargo, la primera mitad del siglo XIX registró un gran desarrollo del movimiento obrero. El socialismo ofreció una esperanza a las mayorías y las prohibiciones fueron cediendo paso a los derechos de asociación profesional y de huelga. La socialdemocracia y la democracia cristiana coincidieron en que el Estado tenía un rol fundamental para el crecimiento económico y la mejoría de las condiciones de vida de la población. Se forjó así el Estado de Bienestar, como la conjunción de la democracia y el bienestar social, dentro de la sociedad capitalista, con esquemas amplios de seguridad social, protección al trabajo y al salario, educación, servicios sanitarios y, desde luego, la acción sindical. Fue también un gran impulso para las economías nacionales y la solución a sus peores crisis.

La Constitución mexicana de 1917 fue la primera en elevar al máximo rango los derechos laborales y en su Artículo 123 reconoció la huelga como un instrumento para “conseguir el equilibrio entre los diversos factores de la producción, armonizando los derechos del trabajo con los del capital”. La huelga se convirtió en un derecho universal, pero con diferentes características y límites que tienen que ver con la prestación de los servicios públicos esenciales, la suspensión parcial de los trabajos y el arbitraje obligatorio. Hoy, en México, nos negamos a tocar el Artículo 123 y lo que en sus orígenes fue un gran avance, se ha convertido en una expresión anacrónica de un derecho que sigue siendo absolutamente necesario.

Ciertamente es un derecho incómodo, pero un derecho al fin y al cabo. Por eso parece raro que las autoridades presuman de los pocos estallidos, es decir, de las muy escasas ocasiones en que los trabajadores ejercen su derecho a la huelga, lo que no se debe a que las condiciones laborales sean óptimas sino por el contrario, a que su situación es tan lamentable que el paro pondría en un severo riesgo su trabajo, en un país en el que el empleo formal es cada vez más escaso y que carece de una red social de protección para los desempleados. Las autoridades nos piden denunciar los delitos de los que somos víctimas, pero no soportan que los trabajadores estallen huelgas, aunque sufran condiciones infrahumanas y salarios de hambre.

El derecho de huelga subsiste porque es el medio de presión más civilizado para que el capital y el trabajo alcancen ese equilibrio del que habla la Constitución. No es deseable que una huelga estalle, pero dentro de ciertos límites constituye un mal menor, frente a los beneficios indiscutibles de una solución acordada por las partes. Hay otros medios de solución como el arbitraje y el juicio, pero son demasiado lentos y el conflicto acaba siendo resuelto por personas ajenas a sus circunstancias, lo que implica graves desventajas, por lo que de ninguna manera deben sustituir a la autocomposición. Una mala solución, lejos de resolver el conflicto, lo prolonga y complica.

El arbitraje obligatorio tiene sentido cuando la duración excesiva de la huelga hace que pierda su objetivo y se transforme en un problema mayor que el que buscaba solucionar. Pero no vale imponerlo en la ley si no se crean al mismo tiempo las reglas que hagan del arbitraje una institución confiable. Debiera ser un compromiso de las partes que depositan su confianza en el árbitro, cuya capacidad e imparcialidad son requisitos esenciales. Exige un grado mínimo de voluntad para elegir al árbitro y, de ser posible, las reglas del arbitraje. Los gobiernos, a los que naturalmente interesa el resultado de una huelga, son la peor alternativa y si su instrumento arbitral es un organismo corporativo, absolutamente dependiente del Poder Ejecutivo, como nuestras juntas de conciliación y arbitraje, el fracaso es seguro.

Con su animadversión manifiesta hacia los sindicatos autónomos y al derecho de huelga, no podemos considerar siquiera la posibilidad de que nuestras autoridades federales del trabajo arbitren un conflicto laboral. Volveríamos de lleno a la represión típica del siglo XVIII, que parece ser el modelo inspirador de las actuales políticas laborales.

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