viernes, septiembre 18, 2009
ATANDO CABOS
"EL INSULTO" Denise Maerker
El insulto es visto por algunos como una poderosa arma de la lucha social. Sólo eso explica la competencia entre legisladores del Partido del Trabajo para ver quién era el más duro, el más canijo y grosero con los secretarios de Estado que comparecen estos días en la Cámara de Diputados.
El lunes fue el turno de Agustín Carstens, secretario de Hacienda. Un diputado del PT cuyo nombre no me parece necesario memorizar le dijo de entrada que prefería llamarlo doctor Agustín por temor a equivocarse con su apellido y porque “ni lo quiero ofender ni definir”. Ya de salida y muy contento consigo, mismo le espetó: “Creemos que estamos frente a una pandilla de modernos ladrones […] nuestro querido secretario pertenece a una pandilla que le quita dinero a los pobres para dárselo a unos cuantos ricos”.
Ayer el secretario de Gobernación, Fernando Gómez Mont, compareció. Esta vez fue el turno de Gerardo Fernández Noroña de lucirse en una intervención muy histriónica en la que lo acusó de ser personero de Diego Fernández de Cevallos, de ineptitud, indecencia y de no tener pantalones suficientes para enfrentar al narco.
En ambos casos lo importante no fueron los argumentos ni las ideas defendidas; un auténtico morbo tenía de pie a la bancada del PT esperando el insulto y soñando con que el secretario en cuestión perdiera los estribos. Hay que decirlo, otros legisladores igual de cercanos a López Obrador, pero del PRD, hicieron intervenciones duras pero sin insultos.
¿Pero por qué el insulto? ¿De qué sirve? ¿A quién sirve? A la vanidad de esos legisladores y a su afán de protagonismo, nada más. Su uso, está comprobado, es contraproducente para su causa; las encuestas son claras y los antecedentes también, baste con recordar el caso de “cállate, chachalaca”.
Los insultos no ganan un debate ni modifican leyes. Es una estrategia que revela debilidad e impotencia: a falta de poder hacer prevalecer un punto de vista, se opta por ser la eterna piedrita del zapato. Puede ser muy gratificante para ellos y seguro les permite pavonearse entre los suyos como los más aguerridos, los más leales, los verdaderos opositores, pero al país no le deja nada.
No hay pobre que deje de serlo, no hay visión que gane adeptos, no hay presión para los poderosos. Y si muy en el fondo el objetivo es provocar lo peor, recrudecer las contradicciones como decían los marxistas, exhibir la naturaleza del poder y al monstruo de la represión, entonces es una apuesta por la violencia. Pero la verdad no lo creo. Parece más un juego estéril que no conduce a nada y sí imposibilita un diálogo constructivo y necesario.
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