jueves, diciembre 13, 2007

CHÁVEZ HASTA EN LA SOPA. SERGIO RAMIREZ MERCADO


Chávez hasta en la sopa
Sergio Ramírez
El autor es escritor. Masatepe, diciembre 2007.

“Detrás de un Mitsubishi hay gente comprometida”, reza el lema del anuncio de página entera donde un ejército de técnicos sonrientes, vistiendo sus uniformes de faena, custodia un deslumbrante modelo Lancer. Hay decenas de avisos full color en los diarios que ofrecen toda suerte de extravagancias para el consumo como en cualquier país, donde la clase media cultiva su avidez por las mercancías y rebosa de dinero plástico en el bolsillo.

Pero esta es Venezuela, donde he estado por una semana antes del día D, del referendo que perdió Chávez. En la primera página de uno de esos mismos diarios la foto principal es la de una mujer del pueblo, chavista a muerte, que delante de un cordón de policías antimotines prende fuego a una camiseta morada en la que se lee “Leer para decidir”, arrebatada a alguno de los manifestantes que adversaban las reformas constitucionales hoy derrotadas, y pedían tiempo para que fueran estudiadas por la población.

La palabra compromiso, igual que la palabra revolución, pertenecen al léxico sagrado de Chávez y su entorno de poder; y el anuncio del Lancer, un poco socarronamente, enlaza el tipo de compromiso a que se atiene la legión uniformada que custodia el vehículo: “comprometidos con tu seguridad, con la innovación y el progreso”.

Un compromiso más que rentable. Para las compañías que venden autos, Venezuela es una fiesta. Hay colas de hasta seis meses en espera de poder recibir el modelo reservado, y los Mercedes, los Jaguar y los Hummers gozan aquí del mejor mercado del mundo. Y una fiesta para los cirujanos plásticos. Una muchacha suele recibir como regalo de sus padres, al cumplir los quince años, un lift de los senos.

Uno puede imaginar a Venezuela de dos maneras: como en la historia del rey Midas, que todo lo que tocaba lo convertía en oro, aun los alimentos que se llevaba a la boca, de modo que se moría de hambre; o como el glorioso país de Jauja, donde corren por los prados ríos de miel y de vino, llueven del cielo longanizas y jamones, abundan los patos y las ánades que vuelan ya cocinados para posarse en las mesas, y no se necesita ni arar ni aserrar.

De acuerdo con la frustrada reforma constitucional, la jornada semanal iba a ser reducida de 44 a 36 horas; y la filosofía que trasluce desde el fondo de la benéfica intención, es que en un país tan rico en recursos, y donde el petróleo seguirá siendo el maná divino por los próximos 200 años, no hay que esforzarse tanto. Pero este sentimiento tampoco es nuevo. El síndrome del país, bendecido por la gracia divina, siempre ha estado allí, al punto que el escritor Arturo Uslar Pietri llamó una vez a sus conciudadanos a dedicarse “a sembrar el petróleo”, en lugar de gastarlo sin reflexión.

Entre la miseria y la abundancia, la sociedad venezolana sigue polarizada de arriba abajo. Todos aquellos con los que me tocó hablar, gente de todas las clases sociales, viven una división dentro de sus familias, unos con Chávez, otros en contra, y los resultados del referendo así vinieron a confirmarlo. Una sociedad desgarrada de arriba abajo. No hay lugar para posiciones intermedias, o desapasionadas, tanto como fue la situación en Nicaragua en la década de los ochenta, para el tiempo de la revolución sandinista, salvo que entonces la polarización se manifestó en la guerra, en la que hasta hermanos de sangre peleaban entre sí, la que no es, dichosamente, la situación en Venezuela.

Todo esto sirve para concluir que el chavismo no es un fenómeno circunstancial, y las opciones que ofrece tienen tantos partidarios como adversarios. Es sabido que resultó de una crisis terminal del sistema político venezolano, cubrió vacíos y aprovechó oportunidades, la más importante de ellas la recurrencia de las sociedades latinoamericanas a las figuras mesiánicas de mano abierta para dar a los pobres, que no tardan en erigirse en caudillos, fruto, como son, de las persistentes condiciones rurales de esas sociedades, por mucho que se disfracen de modernas. Y lo rural es sobre todo una cultura que habita por igual en las haciendas remotas y en los rascacielos.

Alrededor del referendo pesaba el temor a la idea de una Venezuela con una sola cabeza, que se reelige incesantemente hasta la vejez, y tiene el control de los poderes del Estado en una sola mano, y el control de un partido primero hegemónico, y luego único, con lo que la economía de mercado y el pluralismo político llegarían a desaparecer; y, como consecuencia, cero tolerancia y por tanto, cero libertad de expresión. Es lo que uno escucha decir a cada rato y las reformas constitucionales daban pie a estos presagios.

Pero al andar por las calles, entrar en los bares y los restaurantes, las tiendas y los mercados, al escuchar las conversaciones en alta voz, discusiones amistosas que igual que en Nicaragua parecen a veces pleitos a muerte, al ver la libertad y el desparpajo con que todo el mundo se conduce, al leer los diarios donde campea la vitalidad de las opiniones, uno se pregunta si esa Venezuela encuadrada en un estricto régimen donde el Estado asume un papel decisivo en la vida de la gente, puede ser de verdad posible. Y uno se lo pregunta también frente a la avidez por el consumo y el bienestar, y frente a las mismas ilusiones que Chávez ha despertado en los que menos tienen con su telenovela, porque al fin y al cabo lo que promete son historias individuales de felicidad más que un proyecto colectivo.

Ha prometido volver a intentar el cambio constitucional, pues al reconocer su derrota no ha hecho sino repetir su viejo adagio “por el momento”. Aunque uno de los amigos con quienes conversé ampliamente durante mi visita, me ha escrito ahora para decirme que tras la derrota, Chávez “lleva plomo en el ala”, por lo que no volará muy lejos. Está por verse.

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